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    Aquello que hace signo en lo real —lo inscripto del lenguaje en el cuerpo— actúa incluso antes que el sentido (el ser) esté plenamente constituido. Lo real es el cuerpo. “La letra mata al sentido, mortifica la carne”, porque en su materialidad, la letra precede al significado: es como un fósil del lenguaje, una estructura previa, una marca originaria que no se borra, incluso si el significado cambia o no llega a construirse del todo, la letra sería pues la huella permanente más allá de la interpretación.

La palabra que me habita: lenguaje y existencia

La importancia del lenguaje no reside solo en su funcionalidad comunicativa. Su valor es más hondo, más originario: el lenguaje es el modo en que el sujeto humano habita el mundo. La lengua no es solo una herramienta para expresar lo que pensamos o sentimos; es, ante todo, el lugar poético desde el cual pensamos, sentimos y somos. A través del lenguaje no solo nombramos cosas: las hacemos aparecer, las dotamos de sentido, las incorporamos a nuestra experiencia.

Si recurrimos a una definición convencional, el lenguaje es un sistema de signos —sonoros, escritos, gestuales— mediante los cuales transmitimos significados. Pero esta definición, aunque correcta, es insuficiente. El lenguaje no es un mero vehículo de comunicación: es la trama simbólica que estructura nuestra relación con los otros y con nosotros mismos. En el decir, se configura el mundo; en el hablar, se constituye la subjetividad.

Numerosos pensadores han reflexionado sobre esta dimensión fundante del lenguaje. El psicólogo ruso Lev Vygotsky, por ejemplo, sostuvo que el lenguaje es mediador privilegiado del desarrollo psíquico. Para él, es en la interacción social, cargada de palabras, donde se forjan las estructuras del pensamiento. Es decir, aprendemos a pensar porque primero aprendimos a hablar con otros. El lenguaje, entonces, no es posterior al pensamiento, sino su condición de posibilidad.

Desde esta perspectiva, resulta evidente que el uso del lenguaje no es nunca inocente. En contextos educativos, clínicos o familiares, la forma en que nombramos a los niños y niñas —lo que decimos de ellos y cómo lo decimos— moldea su modo de ser en el mundo. Toda palabra deja huella: en la escucha, se forja la identidad.

Pensemos, por ejemplo, en el lenguaje médico. Es habitual hablar de una persona que "tiene una enfermedad". Decimos: “Pedro tiene una infección”, no “Pedro es un infectado”. La diferencia es sutil pero decisiva. En el primer caso, la enfermedad aparece como una circunstancia; en el segundo, como una esencia. No obstante, fuera del ámbito médico, esta distinción no siempre se respeta. A menudo escuchamos expresiones como “discapacitado”, que reducen la totalidad de una vida a una condición particular. En lugar de ello, sería más preciso y éticamente más justo hablar de “persona con discapacidad” o “persona con diversidad funcional”: formas de decir que permiten preservar la dignidad del sujeto por sobre la condición.

El problema no es solo lingüístico, sino ontológico: confundir el ser con el estar, la identidad con el comportamiento. No es lo mismo decir “es un vago” que “está actuando con desgano”; ni “es anoréxica” que “tiene anorexia”. Cuando el verbo ser se convierte en una sentencia, fija al sujeto en una forma cerrada, lo encierra en una narrativa de la cual es difícil escapar. En cambio, el verbo estar deja abierta la posibilidad del cambio, del devenir, de la transformación.

No solo importa lo que decimos, sino cómo lo decimos. El lenguaje verbal debe estar en sintonía con el lenguaje no verbal. Un gesto, una mirada, una postura corporal pueden confirmar o contradecir nuestras palabras. Cuando nos dirigimos a un niño, el modo en que lo miramos, nos acercamos y disponemos nuestra presencia tiene tanta fuerza como el contenido del mensaje.

Además, debemos ser cautos con la ironía y el doble sentido, sobre todo cuando aún no están desarrolladas las capacidades cognitivas para comprenderlos. En tono de juego, podemos decir: “¡No me des un beso, eh!”, y provocar una reacción deseada. Pero si decimos con el mismo tono: “¡No tires el plato al suelo!”, el niño puede tomarlo literalmente y hacerlo, sin advertir el cambio de contexto. La ambigüedad del lenguaje puede ser lúdica, pero también puede confundir, herir o condicionar comportamientos sin que lo advirtamos.

Por último, si bien el lenguaje verbal ocupa un lugar central en los procesos de aprendizaje y subjetivación, no debemos olvidar el peso del lenguaje no verbal: los gestos, las actitudes, los silencios, las rutinas. En la escuela predomina la palabra; en la familia, la mirada y el ejemplo. El niño aprende tanto de lo que decimos como de lo que hacemos —y de lo que callamos.

En definitiva, el lenguaje no solo nombra el mundo: lo crea. Por eso, hablar es siempre un acto ético. En cada palabra que elegimos, en cada silencio que sostenemos, estamos contribuyendo a formar realidades posibles. Cuidar el lenguaje —en la infancia, en la clínica, en la vida— es cuidar el porvenir del otro, y también el nuestro.

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