La capacidad de desear y la angustia se hallan íntimamente ligados porque ambos se organizan alrededor de eso que falta.
El deseo existe porque algo falta; empuja, insiste o rodea ese vacío. La angustia, en cambio, aparece cuando esa falta "falta", es decir, cuando lo que debería "faltar" se hace presente.
La angustia surge no cuando falta algo, sino cuando “falta la falta”, es decir, cuando aquello que debería permanecer velado se aproxima demasiado. El deseo quiere bordear el vacío; la angustia aparece cuando ese borde se rompe.
La angustia es el afecto que no engaña, porque muestra el punto donde el deseo se confronta con algo que no puede simbolizar ni tramitar. Ahí el deseo se detiene, se suspende, se desarma.
Deseo y angustia siempre se tocan. Por ejemplo, en un tratamiento de salud mental ─psicoanálisis─, cuando el paciente empieza a aproximarse a su deseo —no a lo que quiere—, este avance inevitablemente va a provocar la aparición de la angustia. Esta se va a evidenciar en conductas emocionales tales como temblores, ansiedad que se desplaza hacia la alimentación, malestar y un vacío que se vuelve demasiado próximo.
Porque la angustia es el afecto que no engaña: muestra el entrecruzamiento donde el deseo se desvela algo que no poddía simbolizar ni tramitar. Ahí el deseo se detiene, se suspende, se desvanece.
Para resumir, el deseo gira alrededor de la falta; la angustia aparece cuando lo que falta amenaza con dejar de faltar. Por eso ambos se rozan siempre: el deseo bordea lo que la angustia señala.
Deseo y angustia se cruzan. Un ataque de pánico puede aparecer cuando el sujeto se acerca demasiado a lo que desea efectivamente ─por ejemplo: una entrevista de trabajo─, es decir, cuando aquello sostenido por la falta (la busqueda de trabajo) se vuelve de pronto demasiado próximo. Esa inminencia desborda y el cuerpo así responde con pánico. Allí pueden irrumpir miedos intensos, fobias, temor a la gente, sustos súbitos e, incluso, una tristeza que se precipita sin causa aparente; formas en que la angustia se manifiesta cuando la proximidad del deseo se vuelve insoportable.
A esto se podría sumar el trauma que implica autorizarse a desear: dar ese paso propio, sin garantías, puede conmover profundamente al sujeto y reactivar lo que no pudo simbolizarse, produciendo así una sacudida afectiva que precipita en angustia mortificante.
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